domingo, 16 de mayo de 2010

Libertad

No es la amiguita más pequeña de Mafalda, es lo que nos es dado para poder decirnos ciudadanos. Ser libres es una responsabilidad. Allí mi objeción al creyente. Cada vez que creemos, sin más, en una idea antes de haberla observado críticamente hasta lo más profundo, dejamos que otro piense por nosotros, nos dejamos conducir.
Cuando los niños son pequeños, dejan que los lleven tranquilitos en el coche: mamá sabe.
Todos debiéramos ser como niños, puesto que, eventualmente, todo niño sano sentirá que es mucho mejor usas sus propias piernas.

Gorrión.

Del autor, unas aclaraciones...


Debo disculparme ante el lector si mi forma de escribir le parece demasiado errática. Es cierto que salto sin ningún pudor de la primera a la tercera persona, y de ellí al impersonal, pero todo ello tiene un motivo, si el recurso estilístico se le hace incómodo, acúseme y será bienvenido.
Pero las disculpas son exasperantes. Lo que pretendo es que se genere aquí un espacio para la discusión. De nada sirve quejarse de la falta de poder que oprime a la ciudadanía si esta no hace uso de la libertad que tiene y que nadie puede arrebatarle: el pensar.
Sean aquí, pues, libres de criticar, insultar, crear, destruir: PERO NO EXCLUIR.
Me detengo en este punto por una sola razón, temo que si alguno queda fuera quede incompleta la verdad en construcción que aquí se espera surja, y por lo mismo: que esta es una verdad incompleta.
No es, sin embargo, necesario que lleguemos jamás a un concenso crítico (sería hermoso, pero no es un requisito a-priori). Sí es necesario que discutamos.

Saludos cordiales,
Gorrión.

Hacia una definición de política

Cuando se piensa en política hoy ¿quién puede resistir la tentación de querer reducirla a la actividad de unos cuantos monigotes que intereses mezquinos en un lugar demasiado limpio, del verdadero polvo de las calles?
Cuando pensamos en política pensamos en nuestros políticos, los políticos de nuestros tiempos. Tal vez debamos resignarnos a creer que esa es la política de nuestros días. La que tienen en sus manos para ejercer, unos cuantos señores empaquetados que se miran las caras y se enredan en discusiones insulsas, alargando y acortando planes de acuerdo a la distancia en tiempo que los separe de las próximas elecciones. Pero aún si aceptamos que así es como se desarrolla de hecho, la política en nuestros días, no tenemos por qué creer que esta es la política por definición.
Política no siempre fue una esfera aislada de la vida de los ciudadanos libres comunes. En algún tiempo, política fue precisamente, la actividad de los hombres libres comunes. Para los griegos la esfera pública era un espacio común para los ciudadanos, un espacio de igualdad para los libres. Allí llegaban todos quienes no estaban constreñidos por los apremios de la necesidad, a encontrar un espacio donde no eran esposos, ni padres, ni señores, sino sólo hombres libres. En este espacio, reservado para unos pocos, se podía hablar y discutir e intercambiar ideas, porque allí se estaba en igualdad.
Ciertamente hoy no tenemos esclavos, y no creemos que un hombre tenga el derecho de subyugar a otro para poder así, quedar libre de los apremios de la vida cotidiana, e ir a disfrutar de lo público. No obstante, todos nos decimos ciudadanos, y libres, aunque aparentemente sin derecho al contacto político con los otros. ¿Cómo entonces puede suceder esto? ¿Cómo podemos sentirnos libres, si no tenemos lugar alguno, al que lleguemos todos en igualdad? Tenemos leyes y libros de leyes que declaran que somos libres e iguales, pero no hay una esfera de la sociedad, en la que dicha libertad se compruebe, se haga palpable… tal parece que hemos olvidado definitivamente lo público, parece que a nadie le importa ya, la creación de un mundo o el menos, una esfera del mundo que esté libre de las relaciones individuales mezquinas, un espacio común.
Todas estas esperanzas de una vida política pueden parecer fantasías utópicas, tan sin lugar como el ideal del creyente. Pero esta reflexión no es tal cosa. Si bien es cierto que no tenemos un espacio donde podamos congregarnos físicamente, y aunque no tengamos el tiempo de recurrir diariamente a tan hermoso lugar, es un gran paso dejar la indiferencia, y preocuparnos por los asuntos que conciernen a todos.
No necesitamos ser todos parte del estado (por favor no), necesitamos ser todos ciudadanos. Para pensar políticamente no necesitamos un escaño en el congreso ni en el senado. Para tener ideas en política sólo se precisa hacer un esfuerzo, por vivir en el mundo común: hablar con las personas, disentir con ellas, discutir con ellas. Es por eso que la posición del creyente, cuando se lleva al extremo, no nos sirve para este proceso. Es nociva para el intercambio, es implacable con los discrepantes, viene con una visión creada desde antes, no dispuesta ha generar algo en común.
Ahora, esta página está orientada principalmente a un tipo de ciudadano: el ciudadano cuyo oficio es esencialmente político, el humanista o el letrado. No todos los ciudadanos tienen el privilegio de poder poner de modo ordenado y visible su pensamiento respecto de lo político, no todos tienen como eje fundante de su actividad el pensar críticamente ¡pero sí el humanista, sí el letrado!
Es cierto que la tarea no se lleva a cabo de manera inmediata, hay que escribir la novela y luego publicarla, es por eso que el trabajo empieza en las escuelas: allí donde se aprende a escribir, allí donde se aprende a pensar. Allí es donde se puede comenzar a cultivar un pensamiento crítico, con la esperanza de la convicción que llegará algún día, con la experiencia del mundo y con las lecturas acumuladas.
¡Está bueno ya! No es posible que esperemos que unos cuantos monigotes piensen por nosotros. Debemos tomar al menos esa tarea. Diariamente los científicos y los técnicos nos sacan años luz de ventaja en formas de cambiar los destinos de nosotros todos, otro tanto hacen los políticos de profesión… las cosas hay que pensarlas, las cosas hay que politizarlas. Nada hay más político que las palabras, estas son las herramientas con que cuentan los individuos en el mundo de lo público, estas herramientas nos pertenecen a todos. En estas herramientas: letrados, humanistas, nosotros somos maestros.
El llamado no es a ser un creyente, el llamado no es a ser un indiferente, el llamado es a buscar fervientemente la convicción. No es preciso poner una bomba a la casa de gobierno para hacer una revolución, basta con realizar el acto mágico de transformar la masa, en masa pensante.

El creyente, el indiferente, el crítico.

La posición del creyente es usualmente conflictiva y difícil para él mismo, debe defender su idea constantemente y lo hace; es en este sentido, muy loable. El creyente es siempre un potencial mártir. Va a la cabeza de su idea y es capaz de dar la cabeza propia por ella. El creyente toma un discurso y lo hace su motor de vida; interpreta el mundo a través del velo de esta idea y, finalmente, es esta misma lo que lo le da una explicación. Fuera de ella o sin ella, el mundo es vacío y sin sentido. Es por eso que el creyente detesta a quienes no lo son; pueden sentir este repudio con más o menos fervor, pero para ellos, quienes no creen (en su idea) le parecerán siempre estúpidos perdidos y viles: su camino es errado, o carecen de uno, y por tanto se llevan a sí mismos y conducen al resto a ninguna parte.
La idea es para el creyente un principio, un áρχη (arjé), sin ella el mundo cae en algo así como el caos. El que no cree en este orden o se le opone, es perverso, y quien no siente particular afinidad o aversión a sus principios, es vacío e imbécil.
Mientras que es importante que los sujetos que hacen política tengan ideas, de manera que se genere la discusión, usualmente el creyente es demasiado inflexible; está tan convencido de tener la verdad que no hay discusión. Ésta sólo ocurre con quienes adhieren a su idea, su fe, su dogma… ¿cómo entonces es posible hacer comunidad, si todos quienes no quieren creer el lo “yo”, quedan fuera? Es lo que el creyente no entiende, que para que haya comunidad política, debe haber diálogo, y para que haya un diálogo fructífero, las ideas deben ser distintas.

La posición del indiferente es la más infértil en política. En efecto, nada es más infructuoso para la generación e intercambio de ideas: que nos importe un comino no da lo mismo. Somos ciudadanos, debemos creer que podemos hacer algo con eso, aunque esto sea solo pensar. Ser indiferente es una posición en extremo peligrosa. En los momentos críticos, es fundamental una ciudadanía pensante, no nos dejemos llevar como corderos por “lo que sea que venga”. Cuando suceden catástrofes en el mundo de lo humano (que es un mundo político) y no decimos ni hacemos nada, somos culpables. No por indiferentes somos inocentes. Más bien todo lo contrario, por indiferentes somos culpables puesto que hemos dejado, siendo hombres, que se nos lleve a pastar hiel sin protestar… Como corderos.

Por eso, aunque reconozcamos que es loable ser creyente, es de radical importancia anteponer algo a la creencia, de manera que esta no sea solo creencia, sino convicción. Debe haber un paso crítico previo a la ideología, una construcción autónoma, no heterónoma. De lo contrario, es como si saltáramos dentro de un saco sin haber mirado lo que hay dentro, una vez dentro, es todo demasiado oscuro para poder decir con certeza “sí, esto es bueno; sí, esto es correcto; sí, en esto puedo creer”. Con frecuencia sucede que sacos hermosísimos se hallan llenos de cocodrilos ¿Qué otra cosa podría explicar el éxito de ideologías como el nazismo? Las ideologías se hallan imbuidas de la más seductora de las auras: la de la verdad y la esperanza; la escapatoria y la respuesta a las dificultades de la incertidumbre.
Todo aquel que piensa críticamente desea, en lo más profundo, creer. Pero mientras desea poseer esa convicción, se siente a la vez compelido a cuestionar todas las ideas a las que se enfrenta, a criticarlas, a preguntar “¿por qué he de creer esto?” “¿Qué implica (a nivel personal) que yo crea esto? ¿Puedo ser consistente con esta creencia?” Y la pregunta más políticamente interesante: “¿Qué consecuencias tiene esta creencia para la comunidad? ¿Cuál es el alcance y cuales las bondades de esta idea?”.
Al crítico puede imputársele la inmovilidad, en ciertas ocasiones, es cierto, sin embargo, la construcción de una convicción toma tiempo. A diferencia del indiferente, el que se decide por la búsqueda de una convicción está en actividad constante, aunque esta actividad sea, a ratos, invisible.
A diferencia del creyente, el crítico no pierde la fe, puesto que no tiene una. Cuando llega a una convicción la defiende puesto que su razón tiene las armas para defenderla. Sin embargo, no dará su cabeza ni la cabeza de la sociedad por esa idea, pero no por cobardía o pereza, sino porque es capaz de reconocer su error. Más que el que simplemente se decide a creer en algo, quien busca la convicción es idóneo para hacer política puesto que cree que se puede encontrar un camino común. Ciertamente no llegaremos a un acuerdo respecto de todo, pero podemos llegar, primero, al acuerdo de escucharnos ¿es que no se puede construir realidad en común?

"The only thing that can hep us is to reflechir" Hannah Arendt




En política juega un rol claro la convicción. El mundo público es un mundo de intercambio de ideas. Pero para participar del intercambio de ideas, primero es preciso tenerlas. En la relación con las ideas es posible adoptar tres posturas básicas:
  • La del creyente
  • La del indiferente
  • La de la convicción

Es importante ser concientes de qué tipo de postura estamos tomando frente a la política. Con frecuencia se acusa a algunos de indiferencia cuando en realidad, se trata de escépticos o críticos. Muy a menudo quienes buscan una convicción pasan largos períodos de incertidumbre, mientras que los creyentes, simplemente cambian de credo...